Y llorar, y llorar
Nos llegan noticias procedentes de la pequeña ciudad acerca de un congresillo (al estilo de la academia del Parnaso que parodiara Cervantes) en el que se han reunido una serie de trabajadores que, además, escriben. Alguno, según refieren las crónicas, lo ha dicho de tal manera, que, sin pulir, toma un cariz ciertamente salvaje: "bastante tenemos con nuestros trabajos como para poder centrarnos en la escritura". Atención al dato, como dicen los comentaristas deportivos. Respecto a la escritura, no hay nada malo en hacerlo: escribir es algo que recomendamos fervientemente a los alumnos, ya sea como manera de mejorar la comunicación, como preparación para el futuro y organización de la mente, como contrapunto necesario para la lectura o, simplemente, como entretenimiento placentero. Así que escribir puede hacerlo cualquiera, y resulta, por ello, tan sano como hacer sudokus.
Ahora bien, exponerse en un congresillo provinciano para llorar y llorar (como en el viejo corrido) se convierte en queja de amante o vecina despechada. Y nos pone en la parte contraria, la que te enfrenta a la supuesta víctima y sustituye la piedad por la necesaria sospecha. De manera que nos han llegado de ese congresillo tales quejas lastimeras como de pordiosero de iglesia: que si no me leen, que si no me compran, que si no me exponen en los escaparates, y todo eso, por no referir lo que se oculta, lo cual indicamos aquí en traducción simultánea: que si me he gastado 1000 euros en autopublicarme y no los recupero; que si quiero forrarme en un instante con una novela escrita en ratos sueltos; que quiero ser artista y lo que conlleva (hacer pregones, cortar la cinta de una carrera ciclista y que me inviten en el bar por mi autoría).
Esta democratización digital de la literatura es, desde luego, flor de un día: lo que tarden los cónyuges de los mencionados autores en reprenderlos por gastarse el peculio en autoeditarse sin manifiestos réditos. Pero lo es, igualmente, porque el canon demuestra que la consideración de literatura es tan lenta como un largo camino poblado de espinos y escasas rosas. Por ello, conviene aquí no hablar de los malos (como también recomendaba Cervantes) y centrarse mejor en quienes puedan ser buenos. Cuánto me alegro, en ese sentido, del éxito tardío de Rafael Chirbes, recién galardonado con el Premio de la Crítica. Jamás, y cuando iba publicando novelas y ensayos en editoriales de prestigio, eso sí, sin grandes ventas, sin grandes altavoces ni voceros, jamás, como digo, le hemos oído exigir una tribuna, un premio, una simple pleitesía. La consideración le ha llegado cuando ha llegado. Y es que la literatura es un ejercicio de lectores por lo que el éxito, la fama, las colas kilométricas en las firmas del libro, la re-ediciones son aspectos ajenos a la misma. Efectos colaterales que se dice en el ejército. Llegan o no llegan después de decantarse en un larguísimo proceso en el que intervienen editores, críticos, compradores y, sobre todo los lectores. El canon no lo decidirá jamás un ayuntamiento de provincias, cuyos responsables no son flor de un día sino de cuatro años.
Comentarios
Publicar un comentario