De buena mañana. 11 de agosto. El arte de no hacer nada.
(De buena mañana) El arte de no hacer nada.
- Está mal visto no hacer nada. De adolescente me encantaba ese poema tan poco juvenil de Gil de Biedma que decía (cito de memoria): "no leer, no sufrir, no pagar cuentas y vivir como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia". Ha sido este pasado un curso intenso: además de los cursos habituales, me he enfrentado a una enseñanza nueva sobre la que tuve que construir sobre la marcha cimientos, andamiaje, forjados y tejado. Y en horario vespertino. Como para hacer algo después.
Llega San Lorenzo como el primer aviso del fin del verano. Aún quedan nuevos toques. Apenas he viajado, no he escrito un libro nuevo, llevo una vida social de monje capuchino. Por contra, no me dan envidia las hordas que pasean por Santorini, Formentera o Matalascañas. Así que hago recuento de cosas nimias:
- Cada atardecer veo acercarse sigilosamente un gato, que merodea con respeto por la estatua de Afrodita. No la toca ni la derriba. Le dejo agradecido un cuenco de agua y alguna golosina.
- Los pájaros acompañan armoniosos mis lecturas.
- Sobre las mismas: la torre de libros pendientes está bajando por primera vez en mucho tiempo.
- Quise, por ello, no comprar un solo libro este verano. Adquirí el último ejemplar a finales de junio.
- La app Clásica de Apple me descubre cada tarde nuevos y viejos compositores.
- Nado un par de veces a la semana en una piscina cubierta solitaria. Nadie ama las piscinas cubiertas en verano.
- Cada semana se me ocurren nuevas ideas para dos o tres ensayos. Las apunto en un cuaderno. No me pongo a escribir, sin embargo. ¿Lo haré en otoño?
Ya ven: tengo poco que instagrammear. Vida de inocencia.
- La semana pasada. Un modesto restaurante de menú en ciudad de provincias. Uno de esos donde entras porque en un día tórrido de agosto hay que comer fresco en algún sitio. Un matrimonio que rayaba casi los noventa celebraba sin más compañía que el resto de desconocidos comensales su sesenta aniversario. Bodas de diamante, creo que se llaman. Disfrutaban sin grandes alharacas de un sencillo menú del día. Hacía el camarero grandes esfuerzos por hacer magia, que esa baratija, esa cotidianeidad se transmutara en algo especial, diferente, y se lo decía incluso a los presentes: ahí los ve, sesenta años. La escena daba ternura y tristeza. Dos ancianos con sus mejores galas, en completa soledad, en uno de los días esenciales de una vida. Quizá no tengan hijos, quizá estén lejos, quizá estuvieron solos siempre en la vida. La cuenta, aunque modesta, se les salió algo de precio, lo cual notó el camarero al entregar la nota. El hombre la recogió y expresó con su cuidada teatralidad que les cobraría lo de siempre, ni un euro más en día tan dichoso. Salieron los ancianos algo azorados del contratiempo pero con la dicha de haber disfrutado algo. El resto seguimos a lo nuestro. Quizá debíamos haber contribuido al momento: haber cantado algo, invitarles a la comida, incluso a una copa. Hay cosas que pasan todos los días en ciudades pequeñas, en lugares absurdos y no hacemos nada. Daría para un ensayo de estos modernos: La pequeña celebración.
- En cuatro libros que he leído recientemente se cita para todo a un filósofo coreano llamado Byung Chul Han o Bin Chu Lin o algo así. He leído algo de él. Tengo la sensación de que escribe esos ensayitos en dos tardes. La receta es fácil: analizar desde cualquier ámbito nuestra sociedad enferma, agotada, trepidante, capitalista, insolidaria. Aderezarlo bien entre citas bien traídas y con un tono de libro de autoayuda. Y darle un título impactante: La sociedad del cansancio, Quiebras del mundo de hoy, El hombre manco. No sé, me huele a falso.
© Texto y fotos David Ferrer, 2024
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