Los pequeños naufragios

(Artículo publicado en El Diario de Ávila el martes 23 de diciembre de 2014 dentro de la columna Club Diógenes)

Hasta hace muy poco tiempo tenía la costumbre de escribir un sentido poema y enmarcarlo dentro de una felicitación personal diseñada a tal efecto para que, antes de que llegaran estos días navideños, lo recibiera la gente que yo consideraba cercana. Aprendí este pequeño detalle que llevaba, sin embargo, un laborioso trabajo previo, de mi maestro Jacinto Herrero (cuánto se echa de menos su felicitación pulcra de versos medidos y sinceros). Poco a poco, en mi caso, se iban reduciendo los destinatarios: por circunstancias o desavenencias de la vida, en algunos casos, pero sobre todo por culpa de un general desinterés hacia toda labor intelectual, emotiva o personalizada que se ha visto agravado por una especie de divinización boba de la comunicación tecnológica: tan útil para unas cosas, tan superficial para otras. Me molestaba (y lo sigue haciendo) la falta de cortesía por parte de algunos de esos destinatarios, quienes consideraban como innecesario todo aquel derroche de imaginación y de cartulina verjurada. Otros, por el contrario, mantuvieron la elegancia, aunque transformada en correos electrónicos y, ya en años más recientes, por los inevitables programas de mensajería gratuita. Así que, en definitiva, después de pasarme varias semanas perfilando un breve texto y componiéndolo de la manera más elegante posible en un papel cuidadosamente seleccionado, se sentía uno como el náufrago ignorado por toda suerte de barcos. 

Hace pocas semanas llegué a una de mis clases y saludé con el preceptivo y aún necesario buenos días. Ya sabemos, y la pragmática lingüística nos lo enseña, que los días serán buenos, regulares o malos según las circunstancias del oyente, aunque lo importante es la intención dialéctica y presencial de la expresión. No respondió nadie. Volví a decirlo con voz más alta aunque el naufragio comunicativo volvió a hacerse presente. Ya en una tercera intentona, realizada como si fuera un desesperado Ulises, alguien, recién despertado de su letargo, contestó tímidamente. Y, sin embargo, no pareció extrañar a nadie mi protesta, como tampoco se dieron por aludidos aquellos a quienes dejé, por desconsiderados, de enviar mi modesta felicitación navideña. 

Mañana, 24 de diciembre, al igual que dentro de una semana por el fin de año, será uno de esos pocos días del calendario en que los sinceros o costumbristas propósitos y deseos se crucen entre vecinos, amigos o paseantes. Sospecho que a estas alturas poca gente habrá recibido ya una felicitación escrita y echada por su autor a los mares del correo. Los salvavidas contra esa antigüedad serán los millones de mensajes copiados y pegados, que son válidos y útiles por igual para el primo, el jefe o la vecina. Y si un buenos días o una pregunta nunca sobra, quizá es un buen momento para corregir todas estas pequeñas descortesías, cada uno de los personales naufragios a los que nos está llevando esta divinización a veces fuera de lugar de la tecnología. Yo, por si acaso se me olvida, y como no puedo hacerlo de otra forma más cercana, les deseo por aquí a todos los lectores una Feliz Navidad. 



David Ferrer

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