Hermandad de la paciencia
(Artículo publicado en El Diario de Ávila el martes 30 de mayo de 2017 dentro de la columna Club Diógenes)
Es dura la paciencia. Como lo son la cortesía, la calma, la esperanza, la urbanidad y el asombro. Factores estos, sin duda, verdaderamente opuestos a la prisa, la velocidad, los prejuicios y la amargura del odio. Pero los primeros, sublimes y escasos, son característica inherente del buen aficionado. Por ello me admira, porque es propio de ellos, ver estos rasgos sagrados de bonhomía y buen ciudadano en aquellos que cada tarde acuden a la plaza de Las Ventas en el largo serial taurino de San Isidro o de quienes siguen con ilusión intacta las retransmisiones vespertinas y directas de los festejos en el canal Toros de Movistar. Todos ellos, gente de bien, pacífica y, por ello, paciente, esperan tan sólo un destello, la genialidad purísima que les haga seguir soñando unas horas hasta la realidad de su vida cotidiana o, en el mejor de los casos, hasta la espera concienzuda del próximo festejo. El buen aficionado es lector de los designios de cada tarde: del viento, de los tiempos, de la morfología zootécnica del animal, de la memoria (en esta tarde hace cincuenta años triunfó…), de la psicología personal del artista (si se encuentra en mal o buen momento). De tantas cosas. Por eso es necesaria la paciencia, la espera dura en el tendido o el sillón hasta que se produzca ese momento inesperado en el que ocurre lo que tantas tardes se deseaba que ocurriera, lo que se daba por hecho ya que no sucedería, acercándose la noche, y el nacimiento de ese fogonazo inspirado e inesperado. Aquí no hay partituras ni un marco protector del lienzo y, mucho menos, una copa que necesariamente deba ser entregada al final del partido. Aquí sólo existe un intangible deseo en el que se mezclan las añoranzas de faenas pasadas, el duende que se escapa y la incertidumbre del porvenir. El tiempo. Un minuto antes es la nada y un minuto después es la gloria. Lo que se ha visto, allí se queda. Por eso, el aficionado nunca sale de la plaza molestando, pues ya bastante agradecido queda su espíritu recordando como mejor sabe lo que ha visto y lo que ha sentido. La tauromaquia es, paradójicamente, un acto masivo que el espectador entiende como íntimo.
Se pueden ver cada tarde gestos de hastío y desesperanza porque las cosas no han salido como se presagiaba. Y el aficionado tirará de memoria y recordará lo que hizo tal toro o tal artista hace dos días, tres años, o seis décadas. Y a pesar de su veteranía, pues no estuvo en esos tiempos pretéritos, ha leído de todo aquello en el Cossío o en las crónicas añejas de Corrochano o en los volúmenes taurinos que pueblan su biblioteca. Y mañana en silencio leerá, con media sonrisa la crónica de Antonio Lorca, de Andrés Amorós o de Zabala. Hasta para aguardar la crónica hay que tener paciencia. Y leer despacio, templando. Hace unos años coincidí a la puerta de una plaza de toros con Jaime Urrutia, el rockero ahora solista, y antaño líder de los Gabinete. Me preguntó si era aficionado y al responder afirmativamente, acto seguido, como en un gesto de comunidad fraterna, me estrechó la mano. Y no se necesitó más para saber que ambos, con todas las diferencias que puedan existir, éramos miembros de una comunidad que reivindica la cortesía y la paciencia, como únicas banderas.
David Ferrer
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