Inútiles certezas
(Este artículo fue publicado en El Diario de Ávila en la sección Club Diógenes el 28 de enero de 2014)
Hace ya muchos años, cuando el concepto de almacenamiento en nube era inimaginable, y las conexiones domésticas para internet dependían de un módem interno en el ordenador, compré, como si de algo maravilloso y revolucionario se tratara, una preciosa disquetera a juego con mi Mac con la que podría almacenar en cada diskette/disquete (¿se escribirá así, dado que este neologismo está en desuso?) hasta 128 megas de información. No existían tampoco las memorias usb y las grabadoras de CDs eran algo todavía costoso. Recuerdo la satisfacción de almacenar en cada disco decenas de documentos, unas cuantas fotos, un par de canciones, con la inocente ilusión de que todo aquello (en esa temprana era tecnológica) nos sobreviviría y salvaría de un apuro. Muchos años después, me he resistido a retirar ese caduco y bello artilugio, como el que conserva una inservible moneda por mera afición a la arqueología.
La repetida y amenazante obsolescencia de la tecnología nos ha hecho descartar aparatos año tras año, perder documentos en formatos ya inexistentes, tener que adaptarnos a nuevos programas porque las empresas que diseñaban tales aplicaciones han quebrado... En definitiva, todo es tan efímero y pasajero como una nube. Pero no debe pensarse que soy un agorero ni uno de esos opositores recalcitrantes y frecuentes hacia todo aquello que dependa de un cable. La tecnología me ha acompañado siempre en mi vida, y sin la cual me hubiera sido imposible llevar a cabo cada uno de mis proyectos.
Y es este carácter pasajero el que hace que algunos sigamos valorando lo tangible. Un interesantísimo ensayo publicado recientemente por Acantilado, La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, nos advierte de esta tentación de subestimar la tradición, relegándola bajo el aplastamiento imparable de lo inmediato o lo utilitario. He leído este precioso opúsculo en la cuidada edición rústica de esta editorial. Creo que en España se publica bastante bien y así se puede comprobar en la gran cantidad de editores independientes que nos ofrecen constantemente publicaciones primorosas, aunque lamentablemente de muy cortas tiradas. Un libro bien traducido y bien impreso, como el que he mencionado, tiene su precio pero también su valor sentimental: el del momento exacto en que se compró y, sobre todo, cuando se leyó. Lo contrario es anecdótico: hace poco Fulano me comentaba que se había descargado de un golpe 2500 libros en su nuevo lector electrónico. Sería deseable que la policía tomara cartas en el asunto, aunque yo mejor le deseo un doloroso empacho. No creo que le aproveche tal sobredosis libresca pues más bien parece la típica fanfarronada de tecnólogo de nuevo cuño. Por mi parte, escribo estas líneas en un ultimísimo dispositivo de Apple, colgaré una copia en mi web a la vez que se publica en la edición impresa de este periódico y abriré, cuando acabe, un libro que tenga olor a libro. Así es la paradoja, servirse de lo digital sin olvidar lo impreso. Estos gustos no me hacen ni mejor ni peor. Sencillamente me gustan los libros impresos, las fichas rayadas de cartulina, el ruido del vinilo, las estilográficas, los folios verjurados con marca de agua, los sacapuntas, las gomas y los lapiceros, y tantas otras inutilidades que, de algún modo, permanecen con nosotros a lo largo de la vida sin que uno tenga miedo de que, tras la próxima feria tecnológica o al cierre del Nasdaq, se hayan quedado repentinamente obsoletos.
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