Tercio de los sueños
(Artículo publicado en El Diario de Ávila el martes 14 de abril de 2015 dentro de la columna Club Diógenes)
La música que debiera acompañar este artículo, de un género en evidente decadencia y en desuso, seria la tradicional de los clarines, los timbales, los arrebatados pasodobles, el sonido de las pisadas de largo tranco de un toro, los cerrojazos, el golpear de la madera, las campanillas del arrastre… conjunción de sonidos que conforman una sintonía que a cualquier aficionado taurino le recuerda a primavera, al alborozo de una nueva temporada de pasiones, disgustos, inevitables confrontaciones y fogonazos que llegarán hasta los inicios del otoño. Cuando mañana miércoles 15 se abran las puertas de la Maestranza de Sevilla para la primera de las grandes ferias (con permiso de Valencia), volverán tales sonidos y se llenará también la memoria del aficionado de los recuerdos personales, de las faenas presenciadas o imaginadas, de la vida de tantos años… Por eso, al margen de esos sonidos, tradicionales y persistentes, uno vive la temporada taurina con la fuerza y radicalidad del rock, un modo de vida con el que la tauromaquia comparte de un lado una fuerte carga de melancolía y, por otro, el deseo imperecedero de que aguante en su pureza. Si me interesa poco el deporte es precisamente por su volatilidad, por su apego al dato exacto e inmediato y su carga narrativa; si me interesan tanto los toros y el rock clásico es por su dureza, por su necesidad de perpetuarse en leves pinceladas en el transcurrir de los años y por su evidente lirismo. Si creemos revivir a Johnny Cash o Joe Strummer, dos antihéroes perdedores, cuando escuchamos sus discos ahora que han transcurrido tantos años de su muerte, hacemos lo propio cuando en cada nueva temporada queremos descubrir destellos e inspiraciones de Belmonte o de Curro Romero en los recortes de Morante de la Puebla.
Tal vez por esta voluntad inmaterial de sacar belleza y que sea recordada más allá del día a día es por lo que la tauromaquia se ha convertido en un foco de atención por parte de una horda de integristas antitaurinos, que se olvidan de las grandes tragedias que asolan el mundo a cada paso. Dentro de una época cada vez más anodina y deficitaria en pensamiento de largo recorrido, la reivindicación taurófoba es a todas luces arbitraria pues se ensaña contra un espectáculo minoritario y que, como el buen rock puro, va destilándose y agotándose en pequeñas ferias, y llena de aficionados ilustrados que reviven su grandeza entre los tomos del Cossío y las crónicas antiguas. Fuera de las plazas está el mundanal ruido, la música comercial, los gigantescos negocios del deporte y la tergiversación de la defensa bienintencionada de los animales. Y sí, sé que en un mundo perfecto no habría corridas de toros pero también que perderíamos algo de los sueños y de las crueldades líricas que comparten rock y toros. Estos días me acuerdo y me solidarizo mucho con el rockero Andrés Calamaro, asiduo visitante de Las Ventas, aficionado práctico, y hoy por hoy, el mejor portavoz de la tauromaquia, quien, por insultos y amenazas tras defender sus aficiones, ha tenido que abandonar personalmente su Facebook. Calamaro habló en una de sus canciones de un tercio de los sueños. En ese vivimos los aficionados. Mañana al comenzar la temporada recordaré al maestro José María Manzanares, mi ídolo tantos años, y, por supuesto, recordaré a mi padre, con quien he vivido tantas tardes de fracasos y de gloria. Ambos están ya en ese tercio de los sueños.
David Ferrer
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