La nieve de Reyes

(Artículo publicado en El Diario de Ávila el martes 16 de enero de 2018 dentro de la columna Club Diógenes)









Si atravesando el Puente de Brooklyn en medio de una copiosa nevada, alguien se encontrase con un extraño personaje de clásica gabardina y que avanza a duras penas, no cabría duda de que estaríamos leyendo un pasaje de una novela de Paul Auster. Las cosas por aquí son bastante distintas aunque en ocasiones pueden ser muy parecidas. No crean que miento. A veces hay hechos posibles pero insólitos que uno piensa que deberían quedar reflejados en alguna suerte de relato. Así estábamos el día de Reyes. Fue esta jornada festiva de las que no se olvidan en mucho tiempo. Parece como si los elementos se conjuraran para completar un círculo: llegó la nieve el día en que más nos acordamos de la infancia o, mejor dicho, el día en que todos retornamos a la infancia. El poeta medieval Villon, y acabo ya con las citas, rememoraba las nieves de antaño y a todos nos ocurre lo mismo: con los Reyes Magos y con las nieves.

Ese día de Reyes comenzó a nevar intensamente. Lo sabe ya el alumno que no fue a clase en los tres días subsiguientes; lo sabe el cartero que no pudo hacer su reparto en ese tiempo; lo sabe el cura que no dijo misa; el locutor de la radio local, que disfruta con la meteorología; el taxista que hizo cuanto pudo; lo sabe el vecino que no compró pan; dicen que lo saben hasta el alcalde y, por supuesto, la rectora, que es quien manda en la ciudad. En fin, que nevó como hacía tiempo. De ser un personaje de Auster, como dije, uno saldría por Brooklyn para contemplar tal advenimiento pero es el recinto amurallado lo que nos pilla más cerca y, desde luego, tampoco desmerece como entorno. Cuando subía por el paseo de Santo Tomás, sorteando jubiloso los copos y la ventisca, oí unas voces en un inglés imperfecto. Pedía ayuda un hombre, que caminaba con ciertas dificultades. Parecía un profesor también de antaño: recordaba un poco, con su gabardina primaveral, sus zapatos ligeros de cordones y sus gruesas gafas, a Scorsese o a un filosofo de los años sesenta. Andaba perdido y buscaba alguno de los monumentos de la ciudad. Nos entendimos perfectamente en un inglés internacional, sin demasiada floritura, y me comentó que, en efecto, era un profesor de historia venido de Rusia. Iba el hombre con su ligero equipaje, quizá aguardando un tiempo más benevolente, pero cargado, sin embargo, con un sinfín de recomendaciones leídas quién sabe en qué guía pretérita. Por lo menos del XIX. Es posible que las guías sobre España no se hayan actualizado en exceso en su edición rusa. Así, decía este viejo profesor ruso que, según tal guía, gozábamos aquí de un clima templado pero que  la visita a Ávila le producía cierto miedo pues había leído que esta ciudad estaba plagada de gitanos (gypsies gangs, creo que dijo). Entre la nieve, el paisaje fantasmal y los viejos edificios, yo también me sentí un poco en el siglo XIX y me dieron ganas de mentirle y decirle que durante el verano yo era un torero, y me ponía una alta montera de astracán, como la que llevaba Frascuelo. Hubiera sido una bonita contribución a sus tópicos de viajero antiguo. Lo acompañé un rato mostrándole alguna de las iglesias cercanas, todas cerradas, y lo dejé que recorriera a su ritmo la ciudad. El resto del paseo, si exceptuamos mi móvil en la mano, y algún coche solitario que se cruzaba, fue inevitablemente antiguo y absurdo. Como un ruso por Ávila en la nieve del día de Reyes.


David Ferrer

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