Rápidos trenes
(Artículo publicado en la sección Club Diógenes de El Diario de Ávila el martes 10 de abril de 2018)
El tren salió de la estación de Chamartín con puntualidad y, al rato, gracias al vaivén suave y eléctrico, me quedé adormilado mientras atravesábamos ya la periferia de Madrid. Sus billetes, pude escuchar al poco tiempo. Sus billetes, gracias. Abrí los ojos y me pareció ver una figura conocida en el puesto del revisor. A medida que se acercaba escrutando los billetes de papel o los electrónicos, confirmé mis sospechas. Se trataba del diputado Pablo Casado quien ocupaba el puesto de revisor. Insólita figura y extraña mutación en la fría mañana. Esto no lo pueden ver mis ojos, me dije en un esforzado y somnoliento pleonasmo, ¡no puede ser esto lo que ven mis ojos! Siguió el revisor con inalterable cara de niño bueno comprobando billetes a derecha y a izquierda, hasta que llegó mi turno. En menos de una hora llegamos a Ávila, dijo el joven revisor. ¿Menos de una hora, si acabamos de salir de Madrid? me atreví a replicarle. Por supuesto, caballero, en 40 minutos llegamos a Ávila. Su billete, gracias. La insistencia en la llegada tan temprana fue tal que no quise aventurarme a una nueva interpelación por lo que dejé que el revisor Pablo Casado siguiera con su labor. Acerqué mi nariz a la ventanilla para sentir el frío del cristal, como cuando éramos niños, y pude observar que no habíamos llegado siquiera a Las Rozas. El tren seguía con sus vaivenes lentos y sus paradas por lo que decidí observar al revisor. Oí que a todos los viajeros les decía lo mismo, sólo que apurando cada vez más los tiempos, como si de la formula 1 se tratara. En menos de treinta minutos llegamos a Ávila, decía ese joven revisor, que a mi imaginación se le antojaba igual que el político. Estos trenes vuelan, decía. En menos de veinte minutos llegamos a Ávila, continuaba diciendo mientras revisaba billetes con fruición y desapego. Yo miraba mi smartwatch, comprobaba el GPS y todas las funcionalidades de Google Maps y me quedaba cada vez más atónito. Quince minutos para Ávila, proclamaba crecido el bisoño revisor. Cansado de la farsa, me levanté en medio del vagón: pero oiga, grité yo, si aún no se ve El Escorial y mucho menos Las Navas, donde se supone que usted vive, ¿cómo vamos a llegar a Ávila en quince minutos? ¿Está usted bien? Un silencio aterrador se impuso en el vagón. Los presentes miraron al revisor, como cuando se mira al maestro después de que el alumno díscolo haya dicho algo muy brutal, cierto pero inconveniente. Parecía que iba a iniciarse un duelo. Si del salvaje oeste se tratara, ya cada uno hubiéramos puesto mano en las cartucheras. La tensión creció, de esa manera intangible como suele. Tanto que la nieve del exterior congeló los segundos e inundó de una capa de escarcha a los viajeros, sus maletas y sus asientos. A la derecha un personaje empezó a recriminarme: parece usted un niño, sabrá el revisor lo que queda, y si dice que apenas distan quince minutos, será cierto. Eso, eso, gritaron con entusiasmo inusitado quienes lo rodeaban, a lo que el revisor o diputado, ya no me quedaba claro, miró el reloj con satisfacción y confirmaba la rápida llegada.
Se disipó la niebla y creo que en ese momento abrí los ojos. Sí, parecía que todo había sido un sueño. Comprobé el reloj, como quien quiere atar la realidad de las cosas. Miré por la ventanilla y se veían los edificios de la periferia. Me temo que al menos quedaba una hora y media de viaje. Y el revisor era otro, por supuesto. Había acabado el sueño.
David Ferrer
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