Anillos urbanos
(Artículo publicado en la sección Club Diógenes de El Diario de Ávila el lunes 5 de noviembre de 2018)
La calidad y madurez de las ciudades se mide paradójicamente en la ausencia de lugares públicos y discretos donde las jóvenes parejas puedan culminar sus inevitables impulsos amatorios. ¿Dónde ir? ¿dónde hacerlo? ¿dónde ocultarse de las miradas indiscretas? Son preguntas estas que se ha realizado cualquier post adolescente. Así, sabemos por las novelas del gran Murakami que los jóvenes de Tokio se ven obligados a buscar el cobijo de minúsculos y centelleantes love hotels o alojamientos cápsula en los que estirar los músculos y sus dotes a cambio de unos yenes. Hay cierta sordidez y soledad, qué duda cabe, en la descripción de tales antros pero siempre será mejor una cuadriculada estancia con un ruidoso lecho que la angostez de un auto en medio de la noche. ¿Dónde irá, por tanto, la joven pareja abulense? Esta duda, este enigma, nos lleva a una exploración del urbanismo del amor. La paradoja urbana y contemporánea radica, por tanto, en que la concentración máxima de edificios, población, industrias y comercios va en detrimento de los espacios vacíos, de las extensiones muertas. Las ciudades se clasifican en territorios vivos y poblados o territorios provistos de una agostada periferia que quiso aspirar a la gloria y quedó en una infinitud de aceras vacías, terrenos en venta y carteles de oferta, un lujo inhabitado para los agrimensores, los corredores y las jóvenes parejas.
Uno, como Murakami, corredor y novelista, suele salir a correr por estos lugares inhóspitos donde lo único que quedan ya son los agujeros que antes cubría una tapa o una alcantarilla, convenientemente robada y vendida en el mercado negro, decenas de farolas tristes o decrépitos jardines de cardos y matojos. Pero uno no es Murakami, por desgracia, ni en calidad de los escritos ni en calidad de los entrenamientos. Y Ávila no es Milán ni Tokio. Sin embargo, y a diferencia de estas millonarias ciudades, aquí encontramos kilómetros y kilómetros aptos sólo para esa gloria efímera y personal del corredor, del ciclista o del paseante ocioso y que, a determinadas horas, se transforman en un campo plagado de anillos de preservativo, colofones de momentos solitarios, de intensidades de pareja. Correr por esos lugares de la periferia es sortear cada uno de esos anillos de látex que recuerdan que quien tuvo, retuvo, las sombras de polvo enamorado a decir quevedesco. Ávila, por tanto, no es Seattle, ni Tokio, ni Londres ni New York. Ávila es Detroit en sus horas más bajas, es Lagos o la periferia de Verona, cuando cae el sol y ya nos han abandonado los turistas típicos, con sus yemas a medio comer en el equipaje ligero. Aquí se mide la decadencia en espacios muertos, aparcamientos improvisados para la soledad de los amantes que a veces se asustan con la pisada firme del runner. Ávila se mide en kilómetros de soledad, en pretéritos proyectos, urbanizaciones fantasma al sur, al oeste y al nordeste que invocan al amor en la soledad de los coches mal aparcados por la prisa, las ganas, el éxtasis. Ávila se mide en ese despojo de látex, en los restos con anillos tirados con desgana al bajar la ventanilla y que debe ir sorteando el intrépido corredor o paseante. Ávila es amor. Es el paraíso de los amantes gracias a la megalomanía y falta de previsión de nuestros gobernantes, nuestros concejales, nuestros grupos políticos (todos) y sus dietas. Gracias a ellos, este mensaje enamorado, porque por su ineptitud tenemos miles y miles de pistas solitarias y aptas para el ejercicio. El estrictamente deportivo o el que practican los amantes en la soledad de un vehículo.
David Ferrer
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