Savater
(Artículo publicado en la sección Club Diógenes de El Diario de Ávila el martes 10 de marzo de 2020)
Al intelectual se le achican siempre los ojos. A esta condición física contribuyen no sólo los años bien vividos sino la quemazón invisible que produce el pasar hojas, el estudiar y disfrutar de corrido, como decían antiguamente, de cientos de palabras. El mundo tiene hoy, sin embargo, los ojos bien abiertos: somos como ciudades que no duermen, prestos siempre para la novedad, para la chispa, para el fulgor de lo inmediato y de lo perecedero, para el último tuit, para el último baile viral y la consigna. Si bien las pantallas afectan a los ojos, dudo mucho que dejen medallas en las heridas de guerra del alma. Al intelectual, sin embargo, se le secan siempre los ojos del esfuerzo aunque a veces una página refresque en forma de lágrima: cada palabra, cada oración puede ser banal pero también representa un fogonazo permantente, la salva jubilosa de una conquista, la bandera que muestra un nuevo territorio inexplorado. Al intelectual la vida le produce melancolía, la de lo vivido, pero igualmente la de lo leído. Nuestro mayor escéptico de los siglos de oro, Francisco Sánchez, ya afirmó y argumentó oportunamente “que nada se sabe”, pero no es menos cierto que debemos atrevernos a saber. El intelectual se remueve en su butaca, se incomoda porque le producen estupor, indignación o pena los nuevos dogmas, las novísimas religiones. Hace tiempo que no se apunta a ninguna y ve, con desdicha, cómo otros escritores se quedan inmóviles en torno a cualquier forma novedosa de pesebre. Al intelectual, claro, le afectan las críticas, las desafecciones, los tópicos que insisten en que “a mí me gustaba más antes”, o “se ha juntado con compañías que no convienen”, “pero es que ya no es el que solía, como si la vida académica, la vida de los ojos y la mente, fuera la de un niño inocente al que proteger y servir contra todo viento y contra toda marea. Como si la vida fuera igual, única, permanente e inamovible por los siglos de los siglos. Al intelectual se le han quedado grabados, como sellos de antiguas valijas o pasaportes, cada uno de los lugares recorridos, con sus fetichismos. De allí el misterio de Poe, más cerca los últimos enigmas de Cioran, la melancolía de Leopardi, los laberintos de Borges, las pistas de Agatha Christie. Y, como él, que vive en este mundo, sabe que allí vivían leones, pacíficos o fieros. Al intelectual estos viajes le producen su nostalgia pues los vivió y amó con quien quiso. Y ahí llegó la peor parte. El intelectual se rebela contra la pérdida, contra el desamparo, contra lo que fue y ya no puede ser. Porque no está. O se queda en aquellas conversaciones, aquellos viajes, aquellos libros compartidos.
El intelectual sigue siéndolo. Los ojos cansados, sí. La mente, sin embargo, veloz, sutil y precisa. Se llama Fernando Savater. Repitamos: es Fernando Savater.
David Ferrer
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