De buena mañana. 24 de noviembre. Solo es juego.

 (De buena mañana) Solo es juego.

- Lo he intentado muchas veces. Lo confieso. He querido comprenderlo, intentar que me cautivara pero realmente ha sido imposible. El juego del balón. El fútbol. Mi desapego y apatía hacia este producto viene de la infancia. A mi me pillaron esos años postmodernos y democratizadores, la época de un tal González, que diría S. del Molino, pero también de un tal Arconada, un tal Butragueño. Estaban por todas partes. Había posters, fotos en las carpetas, agendas y bolígrafos con los ídolos. Pero, consciente o no, yo detestaba el fútbol. Los lunes nunca sabía de la victoria del Madrid o si España se clasificaba para no sé qué campeonato.
Una mañana llegaron a clase dos personajes con jersey de pico ajustado y corbatas estridentes. Han venido los payasos, pensé. Había que hacer afición, y la ciudad de Ávila nunca se caracterizó por tener unos tiffosi ni por hacer ruido ni por nada. Creo que en Ávila solo ha habido gritos y entusiasmo el día que vino el Papa, el de Juan Pablo Segundo te quiere todo el mundo. ¿Pero el fútbol en Ávila? Cuatro pelados que pasan frío los domingos. Así que esos dos personajes coloridos fueron por las clases sorteando entradas para el siguiente partido del Real Ávila. Y como siempre hay justicia poética, y como los designios de Dios o de los papas son inescrutables, nos tocó a los dos tipos menos futboleros de la clase. A mí y a otro, del que no recuerdo el nombre.
Tendríamos nueve o diez años. Para quien no lo conozca (y yo solo he estado esa vez) el campo del Real Ávila se parece a un estadio de fútbol lo que un huevo a una sardina. Ni siquiera tiene el encanto brutalista de otros estadios del país. A la hora prevista, con más tristeza de domingo que emoción de liga, llegamos los dos imberbes y el pobre personaje, no sé si un periodista o alguien del equipo, nos hablaba emocionado de los rincones, de las glorias vividas. Hacia un frío de tres pares en unas gradas semidesiertas donde una colección de viejos con pulmonía y unos muchachos de barrio con cigarros baratos saltaban por no morirse del pasmo. Venid, venid, os voy a enseñar lo mejor. Nos metieron en una habitación de cemento a la que llamaban vestuario y yo no vi otra cosa que calzoncillos por el suelo, calcetines sudorosos, botes de champú barato y zapatillas desparejadas por aquí y por allá. ¿Verdad que emociona entrar aquí? nos dijo el periodista, ya con verdadero desánimo al no encontrar alborozo en nuestros ojos infantiles.
El partido fue un tostón, como todos. Yo no sé si el Ávila ganó, ascendió, perdió y, ni siquiera, sé si todavía ese equipo existe. Al día siguiente, día de cole, los compañeros me preguntaron con emoción cómo había sido la visita al vestuario. Simplemente dije: he visto de cerca los calzoncillos de todos los jugadores. Molaaa, dijo uno. Creo que era el tonto de la clase.
- Pienso sinceramente que no me lee nadie, y tampoco me importa. Pero a veces hay respuesta. Mi amiga X (adopto aquí esta consonante tan de Trapiello, pero la cortesía y discreción obliga) me escribe acerca de mi anterior entrada sobre la soltería. Ella, que es bella, inteligente y seductora, pero casada, me expresa su fascinación por el discreto encanto del coqueteo, por la seducción a pesar de los votos de los casamientos. "La sangre nunca llega al río", me dice. Solo es juego. Al menos ese juego, inocente y sutil, es más atractivo que un partido. Y sobre todo si hay un vino crianza de por medio. Me lo debes.
- A las seis de la tarde salí ayer de clase, después de hacer un tour de force por la literatura victoriana, y me encontré la ciudad desierta. Claro, había partido. A clase no faltó casi ninguna de mis alumnas. Hay vida inteligente en Marte o en el Palacio de los Serrano.
© Texto y fotos David Ferrer.
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