De buena mañana. 15 de diciembre. Unboxing.
(De buena mañana) Unboxing.
- En diciembre pierdo unas horas siempre en la oficina de Correos. Aunque se ha modernizado el servicio, no dejan de tener estos espacios un aire decimonónico donde parece que van a salir los envíos para la Casa del Rey, de Alfonso XII, y, a su vez, los embutidos para el primo rico que toda la gente tenía en Madrid, que a lo mejor era criado de doña Victoria Eugenia. Se puede salir también de la estafeta y coger un ómnibus o llamar a un cochero qua aparecería entre la niebla envuelto en una larga capa. Sería lo propio. Y es que, pese a la cercanía navideña, hay un aire espeso, con caras de resignación, la de quienes aguardan de incógnito para recoger un pedido o una inesperada multa de tráfico.
Estaban delante de mí dos chicas muy jóvenes, quizá más acostumbradas a otras prisas. Iba el contador por el número 64 y tenían ellas el 86 y yo el 88. A su edad, habituadas a conseguir en breve lo que quieren, pues no pasarían de los veinte, tener que esperar otros veinte números era semejante a dejar pasar veinte siglos, llenarse de arrugas y perder la adolescencia de muchachas en flor, no en una discoteca sino en una lúgubre oficina de correos. Pero al margen de la espera, les preocupaban otras cosas. Y yo, como siempre, soy todo oídos.
- Tía, ¿Y cómo se lo oculto yo a mi madre? Tendríamos que haber traído una mochila.
- Ya, tía, pero en una mochila no te cabe, se iba a dar cuenta igual. ¿Te crees que es boba? Tendrías que haber pedido menos.
- Ya pero menos no rentaba ¿Y si nos lo guarda alguien hasta que ella no esté en casa?
- Pero ¿a quién se lo vas a dar, puta, a a un viejo que pase por la calle?
- Yo qué sé tía, en plan un favor, unas horas. Será una mierda de caja.
- Pues no hubieras comprado tanto, gorda, que te pones siempre en plan random con las compras.
Iban cayendo los números, el 65, el 66, el 74 y no veía yo la hora de que estas dos compradoras compulsivas se acercaran al mostrador. No habían resuelto el problema logístico, cuando una de ellas, que llevaba una gorra, se vuelve.
- Oye, tú, ¿no tendrás un coche cerca en plan aquí aparcado?
Resonó el tú como si me hubieran disparado. ¿Un coche? Por un momento pasó por mi cabeza una escena truculenta. Veamos, en plan, como dirían:
1.- Guardarles un alijo de drogas sintéticas en mi maletero.
2.- Que me pasen una caja repleta de una selección de juguetes sexuales o de prendas íntimas.
3.- Una pesada caja con novelas y ensayos.
Esto último quedó descartado de inmediato. Lo otro era más divertido pero no exento de problemas.
Contesté con un gesto y un "lo siento" y ante la respuesta negativa, la de la gorra y su compinche me ignoraron de inmediato. Llegó el turno 86 y, al poco tiempo, reclamaron mi número desde una distinta ventanilla. Yo cogí mis librillos y vi que las dos se las afanaban para recoger dos enormes cajas con el logo de una conocida tienda china en las que, convenientemente troceado, se podría ocultar un muerto. Salieron las dos, evidentemente azoradas, y se pusieron como dos mendigas en la puerta de Correos a abrir los continentes. Yo me situé a pocos metros haciendo como que revisaba mi pedido porque, desde luego, no estaba dispuesto a perderme el espectáculo del unboxing, que es como esa generación llama a ese momento casi mítico (por un momento) de desempaquetar un pedido.
Aquello fue como el Rastro, como un mercadillo de domingo. Entre jo tía y esto renta, salió de allí un armario ropero completo. Camisetas, dos cazadoras, tops, vaqueros, pantalones látex, sujetadores, calcetines, gorras, maquillajes... Jo, tía, todo por 49 euros. Pero a ver como lo metes en casa. En una economía de guerra, en una estrategia cuartelera, empezaron a doblar todo y a ubicarlo donde podían: la ropa interior dentro del bolso, las prendas pequeñas en el bolsillo del abrigo, una camiseta puesta... y en menos de quince minutos quedaron las treinta prendas reducidas a la nada.
- Lo hemos hecho. Mañana pedimos más.
Y se fueron. Pero las cajas las dejaron en la escalera.
Yo cogí el siguiente carruaje y desaparecí entre la niebla. Es lo que tiene ir a Correos siendo de otra generación y de otra época.
- De manera más íntima, me llegó a la tarde el paquete de la imprenta con las tarjetas de Navidad. ¿Cuánto tiempo llevo haciendo ya este rito? No sé, tal vez veinte, veinticinco años. Más de los años que tenían las dos jóvenes de Correos. Lo abrí en la intimidad, sin un espectacular unboxing y me tocará esta semana volver a la oficina postal para proceder a los envíos para los amigos receptores. Espero que haya más espectáculos como el presenciado. Eso sí que renta.
- Un poco antes asistí a la inauguración de la nueva intervención del poeta y artista Eduardo Scala. Una intervención petro-poética, poesía en la piedra. Aquí, ahora, dice sucintamente el texto en todas las direcciones. Una llamada a la eternidad que durará mil veces más de lo que dura un pasajero unboxing de nuestro tiempo. Piedra y texto. Como un altar. Tendré que escribir más detenidamente de ello.
Fantástica entrada, muy divertida.
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