De buena mañana. 2 de enero. Cabeza de adoquín.

 (De buena mañana) Cabeza de adoquín.

- En mi primer paseo matutino del año camino por calles desiertas. Suenan los zapatos, las ramas desnudas de los árboles que entrechocan y las gotas tímidas de lluvia que van plateando los sempiternos y molestos adoquines de la ciudad. Fiel a la tradición, había terminado 2022 con una nueva visita a La gran belleza, la obra maestra de Sorrentino. Así que en Ávila, y no en Roma, con adoquines o codones, y no sampietrini, no olvida uno la bagatela extravagante de pasearse con las manos atrás, como un Jep Gambardella venido a menos, por las calles solitarias. Veo una monja allí, dos supervivientes de la fiesta por allá, y un grupo de jóvenes excursionistas teresianos que probablemente maldicen al impulsor de una visita turística tan temprana del uno de enero. Pero ya estamos aquí, ya estamos en otro año. De buena mañana he dado mi paseo, un transcurrir tranquilo donde no ocurre nada, apenas los adoquines que se empapan. Como la vida. Como cada año. Luego un café al sol y a casa para el primero de los clásicos eventos.
El concierto esperado del uno de enero es nuevo pero viejo. Los adoquines son los mismos, unas veces sucios y otras refulgentes. Se desarrolla en esta ocasión bajo una extraña austeridad y elegancia austriaca que ha impuesto su director, quien probablemente se marcó la tarea fácil de demostrar que ahí no ocurría nada, que no se escapara un sentimiento, no fueran a confundirle con un director judío o italiano. Las piezas elegidas son bellas, el desarrollo es exquisito. Pero nos ha faltado algo, ese hálito, esa gran belleza que se consigue solo con un ademán, con una sonrisa, con un gesto. Frío austriaco en un día soleado.
Por suerte el rigor mortis del concierto austriaco lo arregló una espléndida comida familiar, muy italiana, en La Barcaccia de Ávila. Ay, Roma, de nuevo evocada. Aún perdura el sabor de la pasta de salmón y los ravioli de carne. Y Etienne a mi lado disfrutando como un enano con un nuevo juguete. Las pequeñas cosas. El mejor día de un nuevo año.
- También en Roma me encontraba yo el día en que apareció la fumata blanca y se proclamó a Benedicto. Me di un paseo por la columnata de Bernini cuando ya las hordas y congregaciones se habían retirado, por lo que vi el humo de las velas y una suerte de desencanto general. Ratzinger era ya bien conocido, troppo vero, y aquel día primaveral de la tarde romana no hubo muchos cánticos ni jolgorios por las calles adyacentes. No soy quien para juzgar su labor pontifical pero recuerdo que, cuando me iba de allí por la vía della Conciliazione, dos monjas españolas hablaban entre ellas: es un hombre muy culto, pero qué culto. Las monjas hablan siempre en diferido, de manera inversa por lo que habría que deducir que semejante talla intelectual no les cuadraba. Mejor un papa misionero, figurati.
- Ha decaído bastante el envío de mensajes, chistes y parabienes en la tarde del treinta y uno. Por suerte. Yo ya cumplí con mis tarjetas de papel. El que la recibió se da por felicitado y el que no, no la echará de menos. Recuerda uno aquella época de los sms con gracieta incluida y cómo te veías obligado a gastarte unos céntimos para corresponder con el bobo de turno. Pero como la felicidad no puede ser plena, a media tarde llega un horrendo video que envía una persona de aspecto austriaco y rictus impasible con la que no tengo la más mínima relación y que ni se acuerda de uno en todo el año. Envía sin pudor algo sin gracia en el que se declara encima "reenviado muchas veces". Menudo ahorro, el mismo chiste para tantos.
(Coda) No hay propósitos de año nuevo. Quiero hacer las mismas cosas, aunque mejor, y viajar a los mismos sitios, Londres, Milán, Roma. Y ponle Nueva York, por si cuadra. Soy como un adoquín, lo reconozco. Pudiendo viajar a Bali o a Venado Tuerto...
© Texto y fotos David Ferrer, 2023.
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