De buena mañana. 20 de julio. Vendrá la muerte.

 (De buena mañana) Vendrá la muerte...

- Supongo que la perspectiva temporal, y la memoria, que se tiene de los años de la carrera universitaria varía con el paso de los años pero, de manera inevitable, con los cambios que ha sufrido la universidad española en un par de décadas. No soy pesimista sino realista: los estudios universitarios son más breves, se tiende a mucha asignatura de escasa profundización y en lo que respecta a las humanidades el valor del libro ha caído por completo. Vale: estoy juzgando desde otra edad y condenando a las pobres criaturas que ahora se empeñan en sacarse un grado.
Recuerdo con especial intensidad mi segundo año de carrera en Salamanca. El primer curso, según el plan de estudios, era excesivamente light, pero en segundo hubo un salto cualitativo. De los cinco profesores de asignaturas anuales y obligatorias que tuve ese año recuerdo con especial agrado a Luis Santos Río, entonces profesor titular de Lingüística. Apasionado en sus clases, desbordante, atento a cada palabra o expresión que se oía en la calle y a la que sometía a un análisis filológico escrupuloso. Con él aprendimos que, más allá de la sintaxis y los duros manuales, la lengua estaba viva.
Me he enterado del fallecimiento de Luis Santos por la prensa estas semana. Hace dos o tres años coincidimos en el aparcamiento de la Universidad de Salamanca. Cuando uno se encuentra a un viejo profesor, no se sabe si saludar o pasar de largo, si se acordará de sus alumnos pasados veinte años. Me recordaba. Eran las ventajas de aquellas asignaturas anuales, largas y profundas. En la actualidad dan tres meses de clase y si te he visto no me acuerdo. Luis Santos fue un excelente profesor, un buen hombre que llevaba su bonhomía impresa en su cara. De todos aquellos maestros, muchos ya están jubilados, algunos olvidados y otros cuantos han pasado a otro nivel extra-académico, del que no se vuelve.
- Llegó también la noticia del fallecimiento de Rosa Regás. Madre mía, qué sección nos está quedando hoy. La conoció uno brevemente cuando era directora de la Biblioteca Nacional, y en calidad de tal acudió a Nava de la Asunción a rendir homenaje a Jaime Gil de Biedma. Ya era muy mayor entonces y, como no existía eso que se llama el edadismo, aceptó ese alto cargo, sin importarle el qué dirán. Era divertida en las distancias cortas pero con una mala leche extraordinaria cuando convenía. Duró poco en el puesto. No era burócrata y puso patas arriba la docta casa, con innumerables conflictos con los trabajadores. Y se marchó, como la canción. Ha vivido unos noventa años, unos menos de los que tendría hoy Gil de Biedma.
Veo fotografías de aquella tarde y me doy cuenta de que empiezo a estar rodeado de muertos. Lo que queda por vivir, no volveré a pedir permiso, dice una canción de Bunbury.
- No hay dos sin tres. Me invitan ayer a la presentación de un libro... póstumo. En fin. Su autor murió joven, casi inédito. Me gusta la poesía como lector pero detesto los actos poéticos. El de ayer fue un funeral en toda regla. Inevitable. El hecho de que nunca frecuente tales actos me impide conocer al mundo literario local, de manera que por desgracia nunca tuve relación con este joven. El libro es bueno poéticamente hablando aunque la muerte no le permitiera un pulido final. Y me sumo a la emoción de la madre, allí presente, que ve cómo su hijo vive al menos en unas páginas muy bien escritas.
© Texto y fotos David Ferrer, 2024
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