De buena mañana. 7 de diciembre. Un taxi en el domingo.

 - De buena mañana. Un taxi en el domingo.

- En tiempos de Uber, Cabify y otras plataformas con nombre de red social de ligue yo soy, por contra, un adicto a los taxis. Lo he sido siempre. Incluso cuando era universitario. Frente al conductor de las modernas plataformas, que rara vez conocen la ciudad, el taxista urbano es un escrutador mental del mapa con velocidad de taxímetro. La conversación fluctúa hacia lo positivo y negativo según marche el tráfico o se le crucen dos o tres jóvenes con patinete. Ay, amigo, en ese momento, el mundo, la ciudad, el barrio es un apocalipsis, un holocausto civil del que no queda nadie indemne del alcalde al frutero.
Los jóvenes prefieren esos insípidos modernos medios de transporte porque su curiosidad por el mundo real, que se va desvaneciendo en cada ciudad, es nula. Por lo mismo que prefieren un free tour a un libro de viajes. Un Airbnb con muebles de Ikea a un hotel con carácter. El publico se ha hecho pragmático en la limpieza de una aplicación, frente al sabroso ruido y los improperios de un taxi en la hora punta. Llegarán los coches autónomos sin conductor pero yo siempre buscaré un taxista con el que discutir quince o veinte minutos.
De mis favoritos son los taxistas de Milán. Al propio carácter italiano se les une la altivez de una ciudad que mira todo desde la altura de la Madoninna. Son locuaces, imprevisibles, sabios. Recuerdo aquella vez que, en una tarde de huelga del transporte milanés y un caos insoportable, le confesé al taxista mi simpatía por Beppe Sala, el alcalde de la ciudad. Me dijo sin ambages que si repetía aquello me bajaba en la siguiente esquina. El pasado domingo, en medio de la enésima huelga de transportes, tomé otro taxi para llegar ya a las afueras de la urbe, en pleno campo agrícola, a la abadía cisterciense de Chiaravalle. Un remanso, un descubrimiento. El hombre se emocionó al saber que iba a tal lugar y recordó sus años de escolar cuando lo llevaban todos los años a visitar tal enclave fundado por Bernardo de Claraval. Compre miel, y los productos de los monjes, me aconsejó al llegar al aislado recinto sacro.
- Se estaba celebrando la misa en la abadía. El incipiente gótico de la construcción, las velas y los frescos producen un efecto narcótíco de fe y conmoción. Nunca se deberían haber permitido las iglesias contemporáneas. Acabada la celebración, me acerco a un monje cisterciense y le pregunto algunas cosas. Alguien me hace una señal de que está sordo. Vivir sin ruidos, allí, tan lejos de los rascacielos y de la facturación es un milagro.
- En la tienda, en efecto, los habitantes de los barrios cercanos, como San Donato, hacían acopio de productos de los monjes. Quesos con romero, miel de todo tipo, ungüentos para las manos, las manchas, los dolores de garganta. Todo en la vida es un acto de fe. En un momento dado la caja registradora se había estropeado y desde la hospedería llego un fraile que impuso sus manos sobre el teclado. Funcionó todo al momento. Un miracolo, un miracolo, dijo un anciano que estaba en la cola.
Yo me acordé de aquella película deliciosa: Milagro en Milán. Y del taxista que me llevó tan gustoso a tan santo lugar en jornada de huelga. Otro milagro.
Por cierto, hoy es San Ambrosio, patrón de la ciudad. Feliz día. Feliz Panettone.
© Texto y fotos David Ferrer, 2025.
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