El lapicero

(Artículo publicado en El Diario de Ávila el martes 21 de noviembre de 2017 dentro de la columna Club Diógenes)

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Algo tan sencillo como un lápiz, de materiales pobres pero nobles, como son el grafito, la arcilla, el aceite o la madera de cedro, va convirtiéndose en el símbolo de una época casi pretérita y agotada. Es lógico: nos vamos sirviendo de los avances y la capacidad de recordatorio, creatividad y almacenamiento que proporcionan los iPads, las nubes virtuales y los móviles. Nada hay de malo en este cambio, aunque nos cueste reconocerlo. Pero la nostalgia es ese muro defensivo que nos protege ante la gran goma de borrar que es el progreso y que va fagocitando sin descanso esos objetos que eran hasta hace poco tan cotidianos, a la vez que devora los lugares idóneos para su producción y su intercambio. El filósofo de los pequeños momentos, Walter Benjamin, dijo que “una época es más breve cuanto más se ajuste a las modas pasajeras”. La moda, ya lo sabemos, hoy dura dos días pero los lapiceros, las estilográficas, los biromes, los estenógrafos, bolígrafos y otros minúsculos utensilios de escritura suelen aguantar mucho más, pero se han vuelto inevitablemente inservibles y pesados. Tanto como el proceso de comprarlos. Mientras redacto este artículo, en un ordenador compacto de pantalla de alta definición y 21 pulgadas, trato de hacer memoria acerca de cuándo fue la última vez que afilé la punta de un lápiz o cuándo, por ejemplo, cambié los cartuchos o rellené los émbolos de las plumas estilográficas. Probablemente lo hice por rutina hace ya meses, recordando actividades que antaño eran cotidianas. Sí soy consciente, sin embargo, de las veces que he visitado una de esas papelerías a la antigua usanza, y lo recuerdo, precisamente, porque ese antibiótico llamado nostalgia, al que aludía antes, me hace revisitar esos lugares antes de que esa goma borradora (cabeza borradora, como diría el cineasta David Lynch) haya destruido su existencia para siempre.

Y así estamos, cada día, cada semana, ya cada año, entre la comodidad de los nuevos artefactos y la nostalgia apabullante de lo que nos lleva a la infancia. Entre la visita selectiva a la librería de siempre y la impersonal y mecánica compra online. Nuestra actitud de compradores contemporáneos es a la vez pragmática y suicida, de manera que quienes aún acudimos a los templos del papel somos una suerte de resistencia nostálgica, conservadora y descreída. Cada vez que un amigo o conocido me habla de las ventajas de ese horrible mundo paralelo llamado Amazon empiezo a confiar algo menos en él. Así de claro. En los últimos meses ha visto uno cerrar alguna librería de amigos, de esas entrañables, cercanas y repletas, a la vez que ha visto cómo cerraban otras, quizá menos bellas pero igualmente necesarias. Pasé esta misma semana por un centenario establecimiento de la ciudad. Tenía antes una denominación muy decimonónica, Librería Católica. Pareciera que las de Bringas u otros personajes galdosianos entraran o salieran de allí a cada instante para hacer cualquier recado. El actual propietario de este negocio centenario, Gonzalo, que en breve se jubila, realizó después una reforma con la que desapareció ese título para permitir que entraran otros asuntos como libros de espiritualidad heterodoxa, de la tradición judaica o curiosas historiografías locales. Accedía uno en ese espacio, flanqueado por dos variopintos escaparates, y estallaba al instante el olor de la cartulina, del papel y del lapicero. Lástima. Quizá el mismo lapicero olvidado al que llevamos años sin sacarle punta.


David Ferrer


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