Aventureros

(Artículo publicado en la sección Club Diógenes de El Diario de Ávila el martes 11 de febrero de 2020)

Los viejos aventureros narraban a su regreso toda suerte de proezas y visiones, aquellas rutas mágicas y sus recuerdos de ultramar. Hablaban en sus crónicas de palacios imposibles, de templos perfectos de doradas maravillas, dragones, titanes, filibusteros y estrellas que surgían en la noche oceánica. Nuestros tiempos no dan para más: el sudeste asiático está a la vuelta de la esquina, Nueva York es poco más que una estación de paso, y las maravillas de Roma son un manjar apetecible pero frecuente, revisitado, en el que coincidirás inevitablemente con ese vecino al que no saludas ni en la escalera. Londres es un río del que ya conocemos como la palma de nuestra mano su lado norte mientras nos aventuramos un poco en los antaño conflictivos sur y este. Y Madrid, Madrid es nuestro barrio y Valencia su playa. Ah, la Malvarrosa a tres horas de la capital. Viajamos de continuo, venimos y nos vamos, planificamos la escapada y el mayor misterio de la vida consiste en saber qué ruta o qué pueblo aparentemente interesante y con encanto nos tocará el próximo sábado. Y cuando la visa o la MasterCard está boyante y plena, nos preguntaremos por qué volver a Berlín si nos falta una foto en una pagoda extrañísima de Thailandia. Sí, esa que en Instagram ha sido fotografiada cien veces por hora y que en realidad es un sucedáneo de los años ochenta. Pero no lo sabemos y persistimos en hacer cola para la foto. Como ya no encontramos sirenas, ni gigantes ni los peligros van más allá de un acuciante resfriado (recemos para que no nos hayamos cogido el coronavirus), habrá que inventarlos y mostrar a nuestros seguidores ficticios de Facebook e Instagram que, al menos, hemos visto un triste cocodrilo, un elefante de una trompa y unos niños harapientos que nos sonríen beatíficamente en una aldea india. Los de aquí verán sólo una foto, mientras nosotros pagamos por el tour, por el desplazamiento, por los likes, por la comida de insectos (sólo para la foto), por alguna verdad y toda una infinita colección de mentiras. Y venimos con la apariencia de ser Tintín en el Tíbet, de ser Indiana Jones en el templo maldito, de ser un temerario Corto Maltés en los mares del Pacífico. 

Al mismo tiempo, en nuestro mundo real, en el cercano, las librerías cierran, las bibliotecas se despueblan. Eso sí es España vaciada. Que los grandes viajeros y aventureros del pasado (aquellos ingleses maravillosos del XIX) eran letraheridos y devotos de los volúmenes impresos no lo niega nadie. Pero, a medida, que en este mundo post-postmoderno se nos llenan las ansias por recorrer, por ampliar nuestro catálogo de fotos y de millas aéreas, menor es el interés por profundizar, por rastrear, investigar y acumular libros sobre un tema. Los libros de viajes son una anécdota, los de historia, una reliquia. Dicen que Lawrence de Arabia tenía quince mil libros en su casa de Inglaterra. Ahora se presume de quince mil fotos y de otros cuantos seguidores. Tontos e ignorantes, pero buenos seguidores.

David Ferrer

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