De buena mañana. 14 de julio. Un millón de sillas.

 (De buena mañana) Un millón de sillas.

- Hace muchos años viajé en un tren nocturno a Lisboa (no sé si eso existe ya). Te asignaban una litera, dormías si era posible y ya de buena mañana llegabas a la estación de Santa Apolonia. El motivo era un congreso de escritores titulado "La poesía y el mar". Uno de esos estertores de los viejos Ministerios de Cultura, que podían gastar y gastar. Allí estaba todo el mundo. Todos bien pagados.
En el tren de ida no conocía a nadie. Cosa muy distinta, unos días después, fue el tren de vuelta donde una serie de jóvenes poetas (entonces lo era) agotamos los botellines de Oporto del coche restaurante. Era todo, en efecto, todavía de otro siglo: viajábamos aún sin internet pero con la curiosidad expandida.
El caso es que tras parar el tren en la estación de Lisboa, bajé de mi coche y me dirigí a la parada de taxis para desplazarme al hotel. Coincidió aquello con una huelga de los taxistas y los pobres que andaban de servicios mínimos estaban desbordados: se los increpaba desde las aceras, la gente se jugaba la vida entre el tráfico incesante. Como no era cuestión. de recorrer Lisboa andando, en la parada de los taxis quedamos unos pocos de los viajeros del tren nocturno de Madrid. Yo el primero en la cola; el segundo, un hombre de aspecto sabio, barba blanca y ojos pequeños que refunfuñaba todo el rato sobre el caos portugués. Era José María Álvarez, poeta, novísimo, que acaba de fallecer estos días.
No quedó otro remedio que compartir un taxi. El trayecto fue divertido, pleno de anécdotas. Fue bonita su lectura dentro del congreso (lógica su presencia en un encuentro sobre el mar). Me dio su dirección, como se hacía en esos tiempos. Apenas mantuvimos correspondencia. Son frecuentes esas buenas intenciones, con el email y los móviles en años posteriores era todo más fácil. Alguna vez llegó una postal suya y poco más. Una pena no haber profundizado. Pero uno es más lector que poeta y yo seguí leyendo a ese poeta extraordinario. Me da la sensación de que ha quedado un poco en un segundo plano.
- Ayer era un día veraniego en Madrid: caluroso pero nada agobiante. Los agónicas premoniciones de que este verano nos achicharraríamos en las ciudades de interior no parece que estén funcionando. Lo que no cambia es la obsesión del público por el terraceo, hasta extremos ya preocupantes. Las calles se han convertido en puertos, en bahías con vistas al asfalto, con una profusión de sillas y mesas horrendas para acomodo matutino, vespertino y nocturno. Hubo un tiempo en que la tónica general fue despejar las ciudades de chirimbolos y cosas: fueron desapareciendo los buzones, los quioscos, los stands de anuncios pero los huecos se llenaron de sillas de plástico, con o sin publicidad, mesas cojas y servilletas por el suelo. Las ciudades en verano son un triunfo del feísmo, de sandalias con callos, de piernas blanquecinas, camisetas estampadas fabricadas en el mismo Averno. Cruzan camareros con bandejas, hay música en cada terraza para disfrute de cuarentañeros con barbita que se soplan un gintonic a las cinco de la tarde. Madrid es feo en verano. Madrid es una ciudad con un millón de sillas de terraza, según estadísticas no oficiales.
- ¿Y a ti que no te gusta el fútbol, quién quieres que gane? La pregunta es capciosa. Toda respuesta es mala. Me pasa lo mismo con las elecciones: me alegran los fracasos de todos los partidos. Me encantan sus caras compungidas en la noche electoral. Algo parecido.
(Hoy Antonio Ferrera, con Miuras en Pamplona. Tengo un pálpito, sensación de algo grande).
© Texto y fotos David Ferrer, 2024
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