De buena mañana. 8 de septiembre. Viva Cuenca.

 De buena mañana. Viva Cuenca.

- Nunca habíamos estado en Cuenca, ciudad en medio de algo y de la que se tienen escasas referencias. El viaje nos llevó entre extensos pinares que de repente desaparecieron en una planicie algo inhóspita en ese final de agosto. Como la ciudad estaba en fiestas, y toreaba Morante un día, Roca Rey al otro, fue difícil encontrar un hotel. Tuvimos suerte en uno que se ajustaba a la perfección con el emplazamiento.
Cuenca se divide en dos ciudades. Para la bonita, la antigua, hay que entrenar las piernas, echar el hígado por la boca y crearle una tensión a mis pulmones, que por suerte son de no fumador. Cuesta para arriba, peldaños, escaleras, adoquines, calles sinuosas. La catedral es una rareza del gótico. Pero todo se ve con el agotamiento de quien ha subido a una cumbre.
La parte nueva de la ciudad podría haber aparecido en cualquier película de Garci. Edificios, establecimientos y bares se han congelado en los setenta y los ochenta. Es un emplazamiento ideal para series y películas vintage. Así nuestro hotel. Una rareza. Un escenario perfecto para perpetrar un crimen con portada en El Caso. En la recepción nos atendió una señora, que era ya mayor en los setenta, que nos dio veinte mil instrucciones en tres minutos. Para entrar al hotel hay que pulsar un timbre, girar despacio la llave, empujar suavemente con la mano derecha y le faltó añadir dar dos saltos mortales, llamar al campanero de la Catedral y esperar que aparezca Igor con una joroba a cada lado. Poco menos. Cada instrucción era más complicada, como extraña era la disposición del hotel. Tengan cuidado con la puerta, a veces se queda atrancada. Dicho y hecho: al volver de la corrida de toros (no estuvo nada mal Morante en esta temporada extraña), la llave de la puerta se encasquilló con nuestras pertenencias fuera y nuestros cuerpos en el pasillo. Ahora, pensé, es precisamente el momento en el que aparece desde un cuarto extraño una monja siniestra o un pirado con una sierra. Subió otra mujer a ayudar en la apertura de la celda (con un alisado de pelo también de los setenta) y nos demoramos casi media hora en las operaciones. Al final un golpe maestro de mi mano abrió la morada. "Uy, vaya toque que tiene usted", dijo la posadera.
- Los toreros habían tenido mejor suerte en su hotel, pues lo tendrían reservado desde hace tiempo. Visitar los hoteles de los diestros es un rito del buen aficionado. Unos niños de diez u once años esperaban nerviosos a la puerta para ver a alguno de sus ídolos. También chicas guapas y hasta aficionados de Francia. Los mozos de espadas y los ayudas descargaban los esportones, las fundas, los hatillos, los baúles y cepillaban con brío los capotes. En una ventana se aireaba el terno de algún subalterno.
- En un rincón del claustro de la Catedral yacía (porque estar expuesta o mostrarse no era lo preciso) la instalación de un artista contemporáneo abulense ya fallecido, bajo la inspiración de un poeta al que le gusta estar en todo. Se trataba de un
paralelepípedo de aluminio que le debió costar una pasta al Cabildo. A las catedrales les gustan esas cosas: en vez de restaurar una hermosa dolorosa barroca ya ennegrecida, les encanta encargar algo simbólico y moderno. Algo que cuesta mucho pero no dice nada. Como la obra artística tenía pinta de andamio, los obreros que andaban en restauración lo utilizaron como tal en unas labores de restauración. Para que luego digan que el arte no es útil. Una obra artística hecha andamio. Viva Cuenca.
© Texto y fotos David Ferrer, 2024
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